Cuando estuvo seguro de que el museo había
quedado cerrado y que ya no había nadie en todo el palacio, Vincenzo Perugia,
miembro de la cuadrilla de mantenimiento del museo del Louvre, salió de su
escondite y se dirigió a la sala dedicada al arte de los grandes maestros del Renacimiento. Sin mucho preámbulo, se acercó al cuadro que
representaba a la mujer de la rara sonrisa y, ayudándose de ciertas
herramientas que había preparado para el efecto, desprendió el pedazo de madera
del marco con harto cuidado y se lo puso bajo el brazo para empezar a caminar
rumbo a la salida que daba a la calle de Rivoli, por donde salió con toda
tranquilidad.
Al día siguiente los cafés bullían, los
repartidores de periódicos gritaban escandalosamente y con profusión de
aspavientos y la gente se detenía en las calles para cuchichear. Nadie hablaba de otra cosa en París: la Mona
Lisa, el cuadro más famoso de Leonardo da Vinci, acababa de ser robado.
Entre los años de 1503 y 1506 vivía en la
Toscana un rico comerciante llamado Francesco del Giocondo, quien encargó a
Leonardo da Vinci una pintura de su mujer, Lisa Gherardini; alguien que
empezaba a encumbrarse en sociedad tenía que dejar algún vestigio de su riqueza
para las futuras generaciones, y una pintura de la esposa era, además, señal de
sofisticación y de buen gusto. Lo que el
señor del Giocondo no sabía – y que nosotros tampoco entendemos – era que el
maestro pintor no entregaría nunca la obra: el retrato de la señora Gherardini
estaba destinado a viajar.
La Mona Lisa o Joconde – como
se le llama en francés –, es el cuadro más conocido del mundo. Su renombre obedece a muchos factores. Este óleo sobre madera – alegan algunos
expertos – representa el culmen de una multiplicidad de esfuerzos por lograr el
verdadero retrato renacentista; son notables su calidad artística y la maestría
en el uso de las técnicas del claroscuro y el sfumato, pero también han fascinado a generaciones el enigma
entorno a la sonrisa de la modelo y la serie de especulaciones acerca de la
verdadera identidad de la retratada.
Además de todo, la historia de su desaparición no dejará nunca de
sorprendernos.
Eduardo de Valfierno, el aristócrata argentino que se inventara a sí
mismo, había pasado los últimos meses de ese año de 1911 ideando un plan
fantástico que le permitiría enriquecerse sin mucho trabajo. Luego de afinar detalles y de estar seguro de
que todo estaba pensado y considerado, procedió a concretar: contrató a un
copista para que hiciera seis reproducciones perfectas de la Joconde, y cuando estas estuvieron
listas contactó a un empleado del museo del Louvre para encargarle que robara
el cuadro y se lo entregara. Cuando los
medios de comunicación empezaron a difundir la escandalosa noticia del extravío
de la famosa pintura, Valfierno se puso en comunicación con seis ricos
coleccionistas de arte de distintas partes del mundo y les ofreció el cuadro.
Aparentemente, el astuto estafador logró vender todas las obras como si
cada una de ellas fuera la original. De
boca en boca ha pasado la noticia de que Valfierno, a quien no le interesaba
exponerse demasiado, nunca volvió a buscar al italiano.
Por su lado Perugia, que había pasado varias semanas esperando noticias
del marqués sudamericano, se regresó a Italia para tratar de vender la
obra. Luego de varios intentos que no le
arrojaron ningún resultado, se acercó con el director de la Galleria degli Uffizi, en Florencia, para
que le comprara la pintura. Fue
precisamente este hombre quien dio parte a la policía.
Algunos días después, en una oscura comisaría de policía italiana, Vincenzo
Perugia se frotaba las manos – víctima de un comprensible nerviosismo – mientras
era interrogado por un inspector.
Sentado en un banquillo, con la misma levita añeja de días pasados, la
camisa de cuello de paloma percudida en los puños y la mal atada corbata de
pretensiones burguesas, Perugia cruzaba y descruzaba las piernas. Algunos, dicen, lo consideran un héroe. En su declaración, el hombre que había salido
campante del museo más importante del mundo con una de las pinturas más
trascendentes de la historia acomodada bajo el brazo, alegó que había robado la
pintura para regresarla a su patria, de donde había sido injustamente arrancada
cuatrocientos años antes.
Maclovio Colunga, 2011.
[...]
Maestro vidriero: ... Y había (en el cuarto de la Bella Lulú) un olor tan suave...
Ayudante de vidriero: ¿Como a sándalo?
Maestro vidriero: Pues más bien como a sandalia, pero muy tenue...
[...]
Cantinflas, en "Abajo el telón"
Hace un frío terrible al pie de la montaña. Seguramente estará nevando en las alturas. Sísifo considera esto un instante, pero se ríe amargamente cuando recuerda que a él ya no le importa: a menos que se le antoje, nunca tendrá que volver a subir hasta la cima empujando la pesada piedra sobre la que ahora, vencido por el destino, se sienta a esperar un alivio a su condición. El cuerpo de Perséfone, que había recibido la encomienda de los dioses de descarnarle el lomo a latigazos cada que pretendiera descansar, hace muchas décadas que se convirtió en un fino polvo que los vientos difuminaron inmediatamente alrededor de la montaña. Los dioses también han muerto, aunque ellos nunca pensaron que esta irregularidad en sus naturalezas podría llegar a ocurrir –la característica más curiosa de las irregularidades, precisamente, es su elemento inesperado– y Sísifo vive abandonado a las faldas de un triste cerro. No lo visita nadie, pues nadie existe ya aparte de él. Como ha sucedido invariablemente cada uno de los incontables días de cada uno de los innumerables años de cada uno de los múltiples siglos que lleva ahí sentado, a Sísifo le vuelve a la mente el último viaje que hizo a la cima de esa topografía en el fondo del Tártaro. El trámite, en su ausencia de sentido, se había vuelto ya mecánico: empujaba su piedra cuesta arriba hasta casi llegar a la cima, pero cuando estaba por alcanzar el final la piedra resbalaba y volvía hasta el origen. Entonces Sísifo, desalentado pero a la vez conocedor de su ineludible suerte, volvía a bajar hasta las faldas de la montaña a empezar otra vez con la frustrante y fútil tarea. Aquel último trayecto lo llevó a cabo sin sentir un solo latigazo. No había volteado atrás, pero de cualquier forma trató de no descansar mucho para evitar los flagelos. Pensaba que tal vez la reina del inframundo se había distraído, aunque eso nunca había sucedido en el pasado. Sísifo se sintió profundamente solo esa última ocasión que desanduvo ese camino tantas veces recorrido. No dio crédito a sus ojos cuando, al pararse junto a la piedra que había quedado inmóvil en su rodar, descubrió que Perséfone yacía sin vida algunos metros más adelante. Su rostro estaba congelado, las facciones contorsionadas en una mueca de dolor, y su cuerpo rígido como el de un artrítico. Se sorprendió al darse cuenta de lo vieja que era. Desde ese momento estaría solo en el Tártaro, y sus ojos brillaron una vez más albergando la esperanza de una tercera fuga. Ahora que la vejez no lo podía matar y que, suponiendo que lo matara, no lo enviaría a ningún otro lugar, se lamentaba de su amargo destino. Años atrás, ansioso por volver a escuchar la voz de los otros hombres, había ido en busca de Tántalo; pero mil veces se había topado con que los otros lugares habían dejado de existir. Deseoso de platicarle a alguien sus desventuras, había gritado el nombre de Prometeo; pero el eco le había devuelto una y otra vez su voz desde la oscuridad que lo rodeaba. Arrepentido de su falta de deferencia para con los dioses, había pedido perdón a Zeus, esperando que éste se apiadara de él y lo mandara de vuelta a la tierra: Zeus tampoco había respondido a sus devotas oraciones. No había tardado mucho en darse por vencido y sentarse a esperar que la eternidad también acabase para él. Desde hacía muchos años, el antiguo rey y fundador de Éfira, el inclemente salteador de caminos, el astuto zorro que había encadenado a la muerte y engañado a la soberana del Hades, se había resignado a esperar con paciencia un cambio en el orden de las cosas, y el aburrimiento no lograba asesinarlo porque los muertos ya no se mueren. Sin quererlo así, los dioses habían castigado a Sísifo con el peor de los tormentos: lo habían hecho víctima del tedio eterno.
En las tierras donde el sol espera, sale la luna a diario y se meten las estrellas a cobijarse tras del manto de ocres tonos. Nada asoma. Todo esconde. Todo muere, pero de a poco. En el tildado melonzuelo de la noche, los hijoeputas danzan al son de la trastienda, y la trastienda corroe, y lo corrosivo amarga, y la amargura depura cuando lo depurado ha quedado ya presa del pánico de aquellos que estuvieron muertos, que revivieron, que siguieron quejándose del dolor de muelas que les provocara infartos, para luego acomodarse en un sillón forrado de terciopelo color verde botella, las patas largas enfundadas en calcetines de seda y opera pumps lustrosas descansadas en taburetes de desgastado cuero en capitón. Las golfas, desnudas de un pecho pero cubriendo de sutil manta transparente el otro – más fláccido aún – son retratadas por Otto Dix, que menea el hábil pincel sobre la tela, enojado, angustiado ante la degeneración tan presente; molesto por poseer el conocimiento de la decadencia; abrumado por el estupor de la frivolidad, y amargado por maldita la culpa de todo ello. Un talento más que surge de la contradicción del mundo que avanza como cangrejo, del universo de los miopes que contiene tan sólo lo evidente a corta vista, lo que siendo para ellos lo esencial, para los sabios equivale a aquello que merece ser esparcido por el limbo del olvido con un soplido de desdén. Otto Dix, que pinta a las putas y bosqueja decadentes rostros de burgueses barrigones revestidos de atuendos ridículos, se lame el bigote que, por no estar ahí, falla en adornarle el labio superior – donde normalmente adornan los bigotes, que para los de nariz ganchuda fungen como plumones que subrayan, connotando lo pantagruelesco – : luego saldrá del estudio, furioso, a seguir observando el sórdido espectáculo del Berlín de entreguerras, espacio deleznable en donde los que han sobrevivido a la horrenda tragedia se sumen en una nueva, más despreciable aún que los desastres de la guerra napoleónica que Goya criticara con su también amargado pincel, con sus carbones y con sus sombras y sus luces jugando entre ventanas y muros de la Finca del Sordo. Afortunadamente, se dice el pintor, riendo cual hechicera de cuentos que se relatan para asustar infantes malogrados, vendrá otro terrible encontronazo de ejércitos bestiales, vendrán más bombardeos (inimaginables aún), y volverá a explotar el incontenible odio que se profesan los únicos seres que Dios, habiéndolos creado a su imagen y semejanza, hizo dignos de ser destruidos por sí mismos hasta las últimas consecuencias. En los pasajes, lúgubres túneles que conectan los espacios abiertos de la ciudad dolida, cunden el miedo, el temor y el pavor; entre vómitos de olores que serán recordados, se revuelcan borrachos que están mejor que los que no han bebido ajenjo, porque se alejan de lo incontemplable. Lo que perturba no es problema de ellos ahora, pero lo será cuando la curda les invada cada nervio y les haga temblar y les recuerde la vida que no merece ser vivida, y les ponga de nuevo en el escenario de lo que ya no vale la pena descifrar, porque se ha podrido por completo. Otto Dix contempla el espectáculo grotesco de los hombres cubiertos de sombreros de copa, fieltros moldeados sobre cuero, empolvados y añejos, que balancean bastones pretenciosos en sus muñecas y se pasean enganchados de los antebrazos, ajenos a la desventura humana que pulula entorno a ellos. Los miserables mueren de hambre, los tullidos de dolor, los cercenados de gangrena, las meretrices de males desconocidos y los niños huérfanos de olvido, mientras distantes y risueños los burgueses se pasean camino a la siguiente farra en el próximo burdel que les abra las piernas. Nada asoma y todo esconde. ¿Qué diría Ensor? Quizá haya dicho todo, con sus pinturas de aceite que formaron calaveras, máscaras, carnes descompuestas y sangre de obispos corruptos en telas coloreadas de burla, de desprecio, de preferencia por lo ausente, ante la presencia de tanta inverosimilitud y tan variopinta humanidad nefanda. Y el círculo se cierra para volver a repetir la historia en el infame punto ya vivido. Siglo veinte cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil – al terminar la frase conocida, una alta escultura de carne pálida y hueso firme refunfuña: “odio a los que terminan las frases preconcebidas” – y los descartables asienten, porque siempre hacen lo mismo cuando creen que pueden solidarizarse con quien tiene el coraje de hacer afirmaciones que ellos tienen miedo de proferir. James Ensor se carcajea, histérico, en su decepción ante el panorama desprovisto de bondad e invadido de egoísmo, y Dix se mete en su estudio, cuarenta años más tarde, para seguir plasmando en lienzos que huelen a bilis las escenas de una decadencia que terminará por repetirse ad infinitum, como si la misma mereciera ser recordada para gloria y eternidad de la naturaleza infame de lo humano.
Me llega un mensaje de madrugada. Apenas se ilumina la pantalla pero la ráfaga me da en los ojos. Un pequeño texto hiere los ojos que no se acostumbran, dice: "Me debes varios despertares".
El número desconocido, una clave que no atino a ponerle geografía. Quizá se haya perdido ese deseo hecho mensaje entre tantas frecuencias. Siempre he desconfiado de las ondas hertzianas, no se diga de las de nombre más complicado.
El sueño se escapa y pienso en todas las acreedoras de mi vida. Sin duda soy deudor de sueños y esperanzas. De herencias y de niños que nunca bajaron del cielo. Soy silencio en muchas posibilidades, espacio y pausa.
Pienso en ti y en la mañana que me ha atrapado con tu pensamiento insomne. Pienso que es el primer despertar que te recupero.
Rafael Tobias
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